Artículo Cuaderno de Trabajo Social, n.º 13, 2019

Construcción del conocimiento en trabajo social

Autor(es)

Susana Leonor Malacalza

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Sobre los autores

RESUMEN

Los desarrollos hasta el presente respecto de la temática, se han centrado en alguno de sus diversos aspectos soslayando, a mi entender, una necesaria perspectiva integral, posible de ser abordada desde una postura que rompa con el pensamiento binario y, por lo tanto, aloje la construcción del conocimiento en las ciencias sociales, y por ello en el trabajo social desde esa línea teórica. Pienso a esa construcción, alejada de la meritocracia, reforzando el conocimiento sobre la sociedad capitalista globalizada, neoliberal, mediática, totalitaria, con desarrollo desigual y combinado y patriarcal desde las ciencias sociales y, por lo mismo, desde el trabajo social. En ese sentido ubico cinco conceptos como fundamentales: lo interdisciplinar, la estrategia, la creatividad, el poder y la autonomía.

ABSTRACT

The developments so far regarding the subject have focused on one of its various aspects, avoiding in my opinion, a necessary integral perspective, which can be approached from a position that breaks with binary thinking and therefore houses the construction of knowledge in Social Sciences, and therefore in the Social Work from that theoretical line. I think of that construction, far from the meritocracy, reinforcing the knowledge about the globalized, neo-liberal, media, totalitarian capitalist society, with uneven and combined development and patriarchal development of the Social Sciences and therefore from the Social Work. In that sense, I place five concepts as fundamental: interdisciplinary, strategy, creativity, power and autonomy.

 

DESARROLLO

Es cierto que, de manera general, existe uniformidad en reconocer que la impronta positivista fragmenta el conocimiento de lo social en distintos saberes. También es cierto que decimos entender a la sociedad desde su complejidad y opacidad y, por lo mismo, de los escenarios donde se interviene; en distinguir al trabajo social como una especialización ubicada en las Ciencias Sociales; como una profesión inscripta en la división social y técnica del trabajo colectivo de la sociedad; en el diagnóstico de la realidad que considera un recrudecimiento de las manifestaciones negativas de la cuestión social; en nominar a nuestras instituciones como estalladas y a entender al ejercicio profesional como un quehacer eminentemente político. Pero aún no hemos podido, no solo con el TS, sino el resto de las disciplinas, romper definitivamente con el pensamiento dicotómico.

Por otro lado, si tenemos en cuenta el panorama de colapso y crisis institucional que caracteriza el presente histórico, la abrupta diferenciación social y la consecuente fragmentación de las necesidades de los sujetos, no podemos omitir cómo este escenario condiciona la praxis profesional de los trabajadores sociales, quienes se ven cada vez más afectados por la precarización laboral y la falta de financiamiento estatal de los servicios públicos, que debieran materializar el sistema de ciencia y técnica y las políticas sociales dirigidas a un vasto sector de la población con derechos vulnerados.

En muchas ocasiones el trabajo realizado junto a los que más sufren, los excluidos y olvidados del sistema, genera en los profesionales una mezcla de fastidio y frustración, al no poder satisfacer las demandas requeridas. Estas situaciones producen angustia, que se traduce luego en desgano, apatía y/o parálisis; o, en su defecto, en desengaño, perplejidad y mayor preocupación. En el primer caso, se corre el riesgo de una sobre adaptación institucional, caracterizada por la pérdida de autocrítica, autocomplacencia, excesiva competencia, intolerancia a la crítica, problemas de relación, etc., que conllevan a culpabilizar al trabajador cercado por la burocracia estatal, ocultando la naturaleza política tanto de la prestación del servicio como de su práctica. Y en el segundo, la posibilidad de enfermar que provoca un progresivo deterioro físico y emocional ante la sensación de no poder hacer nada diferente ante lo que se presenta a la hora de intervenir.

Así, el ejercicio profesional de las(os) trabajadora(es) sociales se encuentra tensionado por un dominio institucional de atrapamiento y extrañamiento de la propia práctica, por un lado, y por las contradicciones inherentes a la condición de trabajador asalariado inscripto en la tendencia de precarización y flexibilización laboral que instala la fase actual del desarrollo capitalista; en nuestros casos, de desarrollo desigual y combinado.

Este contexto es de fuerte condicionamiento –donde los trabajadores sociales se hallan demasiado cerca de las demandas y necesidades sociales– y frecuentemente demasiado lejos de los ámbitos destinados a la reflexión. Sin embargo, me parece que son estos los momentos históricos en los que resulta fundamental construir estrategias profesionales que permitan a los colegas reflexionar en y sobre su situación, con el fin de identificar los modos y supuestos implícitos en ella y analizarlos críticamente en pos de cambios que su creatividad los lleve por otros caminos más prolíferos. En definitiva, de lo que se trata es de la búsqueda de autonomía profesional a través de la praxis emancipatoria para poder atender las demandas de la manera más eficiente y eficaz.

Dicha búsqueda exige, a mi entender, reconocer la complejidad de lo social en todas sus dimensiones, las más objetivas y las más subjetivas. Entenderlo, como dice Inmanuel Wallerstein, como “sistema mundo”. En síntesis, construir marcos epistémicos que posibiliten diseñar e implementar abordajes interdisciplinarios. Este posicionamiento obliga a reconocer la incompletud de las disciplinas y trascender sus fronteras. Se trata de abandonar la naturalización del recorte que cada disciplina efectúa. Claro que la tarea no es nada sencilla cuando se debe renunciar al poder disciplinario, centrándose en la labor de definir el problema de manera conjunta, establecer un marco referencial común y acuerdos ideológicos básicos que posibiliten un abordaje adecuado, pensando que el TS no está solo en la institución, pues comparte ese hacer con otras profesiones o trabajadores.

Si reconocemos la complejidad de las manifestaciones de lo social, su tratamiento no puede ser abordado de manera disciplinar ya que; “la realidad misma es interdisciplinaria. Sería más correcto decir que ‘la realidad no es disciplinaria’ entendiendo por tal que la realidad no presenta sus problemas cuidadosamente clasificados en correspondencia con las disciplinas que han ido surgiendo en la historia de la ciencia” (García, 1994).

La parcelación de la realidad, legado del paradigma positivista, donde cada disciplina inventó su propio lenguaje, estableció sus rígidas fronteras y creó un objeto específico de estudio queda atrapado en su propia escasez. Pienso que existe una herramienta epistemológica y metodológica que el Trabajo Social tiene y debe abrazar: la interdisciplinariedad. Esta herramienta es un posicionamiento, no una teoría unívoca, que obliga básicamente a reconocer la incompletud de las herramientas de cada disciplina. Por tanto, es una forma de trascender los análisis especializados o particulares.

En la práctica concreta, la concepción del trabajo en equipo es indispensable para su aplicación en escenarios siempre complejos, con el objetivo de operar con problemáticas sociales que requieren de la intervención de varias disciplinas y de la introducción de nuevas estrategias de intervención. Una aproximación interdisciplinaria incluye la mirada desde la especificidad de cada disciplina a través de intercambios disciplinarios, que producen enriquecimiento mutuo y transformación, pero para ello debe existir un acuerdo epistémico fundamental que será quien ordene al resto.

Creo fundamental aportar a los discursos argumentativos que permiten reflexionar, que en un contexto socio institucional complejo el lugar del trabajador social debe estar formado para comprender la necesidad de la verdadera interdisciplina. Ello exige que las categorías conceptuales centrales contribuyan a configurar ese marco epistémico común, y desde allí crear una estrategia que deje de lado la mera descripción para realizar lecturas complejas, capaces de generar conocimientos que posibiliten la creación de estrategias que, poniendo en tensión las trabas de lo instituido, enfrenten los desafíos de la disciplina que vienen de la mano de lo instituyente situado.

Ahora bien, el trabajo social como profesión presenta algunas características particulares vinculadas con su origen y desarrollo histórico, que data de más de cien años en el mundo. Ella surge y se legitima en el contexto del desarrollo capitalista industrial y la expansión urbana para dar respuesta a los problemas sociales que emergen como producto de la modernización y de las características que adquiere la tensión capital-trabajo en ese momento histórico.

De esta manera, el Trabajo Social queda inscripto desde su génesis como práctica que participa en la producción y reproducción social, replicando intereses contradictorios que conviven en tensión; asignándosele, como función, actuar como eslabón compensatorio de los desajustes sociales.

A mi entender la existencia de diferentes posturas respecto de lo anteriormente mencionado, se ha debatido en general desde una perspectiva simplificada y segmentada. Necesitamos una reflexión que dé cuenta de las dificultades de la práctica profesional englobando las distintas dimensiones que –en forma de malla– la atraviesan, desde una mirada que profundice el análisis de la complejidad de lo histórico social y el plus que el mismo adquiere en la actualidad. Esta postura teórica se hace cuerpo en palabras claves, las cuales considero que no deben faltar en la construcción del conocimiento en el Trabajo Social, y centralmente hace referencia a las posibilidades y límites de lo instituido, de lo dado, y de la creación del sujeto profesional de prácticas instituyentes emancipatorias.

El tema de las estrategias nos convoca a repensar cuestiones no saldadas por el colectivo profesional a la luz de viejas preocupaciones, acerca del movimiento de la sociedad y cómo el mismo conduce pensar al campo1 de trabajo social desde perspectivas concordantes al escenario actual –al cual denomine desde la lectura de Castoriadis, de avance de la insignificancia–2.

Este escenario visibiliza un cambio notorio, que marca el quiebre en los modos modernos de pensar y operar, penetrando la totalidad de las condiciones de vida de los sujetos, en sus emociones y sus sentimientos. Hoy los datos proporcionados por la realidad nos muestran cómo la desregulación del mercado de trabajo, la ausencia de justicia, la variación del estatuto de la ley jurídica, la debilidad del sistema de representación y el uso bárbaro de la violencia, ponen en cuestión la eficacia de las instituciones y del propio sistema democrático. La disposición de las personas a confiar y participar en los escenarios institucionales estratégicos que les ofrece la sociedad parece depender cada vez más de una condición básica: del grado de seguridad, certidumbre y sentido que estos logren proponer para sus vidas cotidianas. Y eso no se refiere solo a los bienes materiales, sino también al reconocimiento que reciben en su calidad de ciudadanos. Esto se constituye en una dificultad que cobra relevancia en un contexto donde las referencias simbólicas de las que disponíamos se tornan insignificantes.

En este sentido, las características con las que cuentan las instituciones es de perplejidad3, miedo o impotencia (Lewkowicz, 2004, p. 181) para todos los actores y equipos profesionales. Frente a este escenario, las instituciones y sus actores no tienen la capacidad de resolver aisladamente la conflictividad social; no obstante, se les demanda que lo hagan. Nuestro lugar como trabajadores sociales, como parte de esa complejidad, nos habilita a entender la perplejidad como antesala del pensamiento, como lo que permite deshabituarse de las costumbres adquiridas y pensar estrategias posibles dentro de esta nueva configuración.

Hay dificultades en la conformación de lazos por parte de las instituciones en la sociedad actual; ellos son muy inconsistentes, volátiles en lo cotidiano: todos parecemos estar más agresivos, más intolerantes, más crispados. Irrumpe así una violencia que supera la constitutiva violencia del capitalismo, generando un plus en aquel malestar en la cultura del que nos hablaba Sigmund Freud (Malacalza, 2008).

Pareciera que otra transformación radical está dada por el incremento del control político sobre las vidas de los sujetos, “este control ya no se desarrolla a través de los aparatos tradicionales de control y sometimiento: la justicia, la policía, etc., que suponen la existencia de los individuos en tanto ciudadanos, sino a través de mecanismos que despojan previamente a los individuos de todo derecho o etiqueta jurídica […] existe una paradoja jurídica que puede dejar al sujeto dentro y fuera de la ley al mismo tiempo” (Agamben, 1998).

José María Espona, en  su libro Totalitarismo Tecnológico Versión 2.0: Por qué el avance tecnológico y la crisis financiera nos lleva inevitablemente al Totalitarismo, advierte que se está configurando una dictadura electrónica sin precedentes, un sistema controlado por una minoría capaz de manipular la mecánica de los partidos políticos, de los grandes medios de comunicación, cambiar la legislación y utilizar el propio aparato del Estado de Derecho. Espona denomina “tiranía bancaria” a este régimen disfrazado de democracia.

Jaime Bartlett, en su libro El pueblo versus la tecnología: cómo internet está matando la democracia, pronostica que, si la política no impone su autoridad sobre el mundo digital, la tecnología destruirá la democracia y el orden social tal como los conocemos. Por el momento, mientras se demora un marco normativo que detenga su concentración en manos privadas, la tecnología está ganando esta batalla. Sociedades enteras están siendo capturadas, teledirigidas, heterodeterminadas por una sofisticada coordinación de dispositivos. Un puñado de programadores está imponiendo una nueva forma de control social a escala planetaria.

Particularmente América Latina es un territorio en peligro y algunos de nuestros países –por ejemplo, Argentina y Brasil– están bajo el ropaje de la democracia pero consolidando un nuevo modelo de gestión política: el totalitarismo. Sus características más visibles son:

  • El poder colonial se deslocaliza y se invisibiliza: la tecnología digital sobrepasa el modelo de estados nacionales y democrático y va rápidamente a hacerse no geográfica y las redes tecnológicas no tienen domicilio, su poder no está fijo en un lugar.
  • Los golpes de Estado y los magnicidios: son reemplazados por revoluciones de colores, golpes suaves y asesinatos encubiertos y selectivos.
  • Una simbiosis gobierno-justicia-medios impone su propia realidad virtual:la antigua división de poderes propia del Estado de Derecho se va convirtiendo en una gestión monolítica y sin fisuras de un poder homogéneo y unificado. Las instituciones republicanas son cooptadas.
  • Se profundiza la militarización y el Estado policial:  las negociaciones sindicales con las patronales son suprimidas y reemplazadas por una forma de contrato donde prima el criterio del más fuerte.
  • Se avanza hacia el voto electrónico:se tiende a dejar de lado el voto manual e imponer, pese a que cualquier tecnología electrónica conlleva inseguridad, vulnerabilidad y posible distorsión de la voluntad ciudadana. Boaventura de Souza lo denomina fraude.
  • El totalitarismo utiliza la ciencia y la tecnología acompañadas de una manipulación de las instituciones republicanas para normalizar el pasaje hacia un régimen político de control centralizado, inadvertido por la población.

O sea un conjunto de medidas que, como dice Boaventura, provocará la muerte democrática de la democracia.

Las observaciones expresadas hasta ahora ponen de manifiesto que estamos ante un complejísimo escenario que configura la condición de pensamiento desde donde miramos, y requiere de una búsqueda para pensar los alcances, limitaciones y dirección, en cuanto a los marcos referenciales teóricos que direccionen nuestras búsquedas. Esta nueva realidad, extraña y cercana, se va metiendo en nuestra vida cotidiana.

Esta situación afirma el individualismo ante la solidaridad, viendo al otro como rival y alguien con quien competir, fragmentándolo como sujeto y debilitando las redes sociales. En este sentido, los trastornos psíquicos y emocionales resultantes del desempleo o la mala calidad del trabajo no significan solo una patología individual sino un síntoma del profundo malestar social.

Si bien sin conflictividad no existe lo social, necesitamos de un sujeto capaz de sostener y desarrollar esas tensiones. Para ello, los acontecimientos subjetivos precisan de una lectura que apunte hacia lo político singular.

Así entonces nos preguntamos ¿cómo impacta este escenario tan convulsionado en nuestro campo profesional?, ¿en la construcción del conocimiento en trabajo social?

Y esta pregunta reenvía a otras:

¿Cuáles y cómo deben ser las intervenciones del trabajo social en medio de esta situación en nuestro mundo, particularmente en nuestra América Latina? ¿Cuáles son las condiciones en que los trabajadores sociales producimos nuestras intervenciones?

¿Quiénes y cómo son los sujetos involucrados en ese proceso? Y aquí nos referimos también al propio trabajador social. ¿Cuáles son los criterios desde los cuales se diseñan los ejes o áreas de intervención: son políticos, científicos, filosóficos, éticos?

Otro aspecto que con la misma fortaleza nos interpela al momento de elaborar estrategias profesionales, es qué hacer con las instituciones heredadas.

Obviamente esta preocupación va mucho más allá de las posibilidades de los trabajadores sociales, pero en ellas trabajamos y ese es nuestro espacio profesional. ¿Intentamos hacerlas funcionar o las abandonamos? Pensamos a las instituciones como construcciones simbólicas, imaginarias y materiales, generadoras del lazo social que posibilita la filiación de los sujetos a un entramado social. Las mismas son como la forma que adquieren las prácticas sociales en cada momento histórico y se constituyen en fuente de producción y reproducción social de la subjetividad instituida –a la que definimos como aquella resultante de prácticas y discursos que organizan la consistencia de una situación– y de la subjetivación, entendida como un proceso colectivo que comporta un plus capaz de alterar las condiciones dadas (Lewkowicz, 2004).

Así entonces, la institución es una red simbólica socialmente sancionada, en la que se combina un componente imaginario que orienta su funcionalidad en cada época histórica a modo de estructurante originario; y un componente simbólico que liga símbolos a unos significados socialmente validados como tales (Castoriadis, 2007).

El entramado institucional habilita la relación cara a cara entre las personas; por lo tanto, expresa relaciones de poder, imposiciones, resistencias. En otras palabras, la institución articula de un modo específico las determinaciones que operan sobre las relaciones sociales otorgando, a esa creación del sujeto, una aparente autonomía que hace que el mismo la vea, no como su propio producto, sino como ajena e impenetrable.

Dicho en otros términos, lo prescripto por la institución recorta con límites variables las conductas que los sujetos deben realizar según su posición en la estructura. También define un condicionante con relativo poder de influencia sobre su desempeño, ya que, desde el conjunto de los sectores sociales comprometidos cotidianamente en la vida de la institución, existe una forma heterogénea de apropiación de las reglas institucionales.

Este último aspecto produce, al interior institucional, una serie de trastrocamientos que van desde la corrupción y la inseguridad hasta la propia parálisis, afianzando –muchas veces aún de modo inconsciente– prácticas autoritarias, pragmáticas e instrumentales. Así, las instituciones que empujaron los progresos de lo social, la urbanización, la producción, el trabajo, la medicina, la escolarización, la seguridad social, etc., hoy se encuentran imposibilitadas de tal función y en ocasiones hasta destruyen lo social en el mismo movimiento que lo producen. Y no se puede pensar en estrategias que sean transformadoras y por, sobre todo, emancipatorias, si no generamos condiciones para la creación de alternativas instituyentes.

En esta dirección, los aportes del pensamiento gramsciano nos permiten entender que “las instituciones de las políticas sociales constituyen por excelencia el campo de lucha por la hegemonía, a través de la combinación de mecanismos de dominación y de dirección/consenso. Las políticas y programas sociales implican, por un lado, regulación legal, disciplinamiento, y por otro, mecanismos de búsqueda de consenso y reconocimiento de la población” (Vasconcelos, 2000).

Retomando la preocupación central sobre la construcción del conocimiento, la cuestión de las estrategias profesionales, que conlleva la idea de que las mismas deben resolver algún tipo de enfrentamiento, acerco la idea de que dicho concepto lleva implícitamente un propósito de transformación o de conservación, un propósito teórico, político e histórico sustentado por los diferentes actores ante determinada cuestión suscitada en el escenario institucional, nacional, regional y/o global.

Así entonces, hablar de estrategias permite comprender que toda intervención es política; que intervenir en situación de incertidumbre implica incorporar el análisis político a la cotidiana vida del profesional y tomar decisiones, aún con los riesgos que ello acarrea. De igual modo, es ineludible diseñar dichas estrategias desde una concepción interdisciplinaria de la intervención, capaz de abordar la complejidad de las problemáticas que afectan hoy a los sujetos.

Ahora bien: entiendo lo interdisciplinario como la conjunción de lenguajes diferentes que suponen un arduo esfuerzo por mancomunar puntos de vista, acercar diferencias de significado de las palabras y construir un marco conceptual referencial (Follari, 1997). Las profesiones presentan diferentes consolidaciones según los estatus adquiridos por las disciplinas en el ámbito científico. Ello contribuye a la construcción de determinadas representaciones sociales y prestigios que aparecen con verdaderas asimetrías en el ejercicio del poder al interior de los equipos, y que exigen ser revisadas-analizadas-problematizadas si pretendemos realizar una práctica interdisciplinaria.

La interdisciplina constituye una herramienta necesaria para intervenir en lo social hoy. No es desde la soledad profesional que se pueda dar respuestas a la multiplicidad de demandas que se presentan a las instituciones, como tampoco es posible mantener una posición subalterna dentro de los equipos. Tanto la impotencia como la omnipotencia se constituyen en actitudes duales que niegan el carácter complejo de la vida social y en consecuencia obstruyen la posibilidad de intervenciones coherentes, creativas y contenedoras de la utopía (Follari, 1997, p. 165)

En este sentido la interdisciplinariedad es una estrategia necesaria de intervención y de resistencia que “[…] en estos nuevos escenarios no sólo da cuenta de una perspectiva epistemológica que trasciende las ‘parcialidades’ impuestas por las improntas positivistas, sino que se convierte en condición de posibilidad para abordar la complejidad de las demandas, y a la vez permite la contención grupal de los profesionales tanto como la elaboración de alternativas políticas de conjunto” (Cazzaniga, 2007).

“La interdisciplina no emerge espontáneamente por el hecho de trabajar en equipos multidisciplinarios, se requiere de una síntesis integradora de los elementos de análisis provenientes de tres fuentes: a) el objeto de estudio o sistema complejo fuente de una problemática irreducible a fenómenos que pertenezcan al dominio exclusivo de una disciplina; b) el marco conceptual o bagaje teórico desde cuya perspectiva se identifican, seleccionan y organizan los datos de la realidad que se propone estudiar; y c) los estudios disciplinarios que corresponden a aquellos aspectos de la realidad compleja, visualizados desde una disciplina específica. Es decir, la interdisciplinariedad comienza desde la formulación misma de los problemas, se prolonga en un largo proceso no lineal, y acompaña a los propios estudios disciplinarios hasta el término mismo de la investigación. Esta forma de abordar el objeto de estudio plantea no sólo un problema metodológico sino fundamentalmente un problema epistemológico” (García, 2006).

Para cerrar quisiera plantear que desde mi forma de pensar el tema que nos trae hoy aquí hay dos categorías centrales que conforman la construcción de la perspectiva teórica para la construcción del conocimiento y la actividad de investigación: poder y autonomía. Ambas son fundamentales para comprender la vida social, su estructuración y su posibilidad de transformación en tanto habilitan la reflexión sobre la práctica social en su carácter de producida y productora del orden social.

El poder está inscripto en la lógica misma del orden social y la lucha política es el campo de la construcción de un orden deseado, sus principios, reglas, orientaciones y actores.

Así una cosa es criticar en profundidad la manera en que la disputa por el poder logra degradar y aniquilar la posibilidad de construir una sociedad alternativa; o alertar contra las formas de replicar en la práctica el esquema de poder que se desea combatir. Pero otra muy distinta es pretender ignorar la dimensión política, en el sentido profundo de la disputa por crear o mantener una organización social acorde con intereses y valoraciones específicos.

La comprensión de la dimensión estructural –esto es, aquella que trasciende a los sujetos que la soportan– es un ejercicio teórico fundamental que sirve para entender el marco de la lucha política. Pero no puede eliminar la existencia de sujetos con percepciones, valoraciones, intereses, deseos y demandas que son los que efectivamente operan sobre la realidad, la construyen y la reconstruyen en función de los enfrentamientos a los que se ven sometidos y a los intercambios que efectúan en redes solidarias o de confrontación.

Inversamente, la articulación de subjetividades capaces de confrontar con el sistema dominante supone un arduo trabajo de lucha ideológica de construcción de perspectivas alternativas en cuanto a las formas de relación social, que resulten capaces de dar una disputa hegemónica sustantiva.

Ernesto Laclau, al analizar las relaciones sociales, el poder y las luchas hegemónicas desde una perspectiva que intenta superar las falsas antinomias que caracterizaron a corrientes teóricas de lo social en la contemporaneidad, produciendo lecturas simplificadoras, sostiene que las relaciones sociales son siempre contingentes, de poder, de supremacía de lo político sobre lo social y de radical historicidad. Asimismo, plantea la imposibilidad de un orden social reconciliado y el carácter radicalmente histórico de su producción (Laclau, 1993).

Su pensamiento, al igual que el de Cornelius Castoriadis, aporta a restablecer la complejidad a lo social; afirma, entonces, que la sociedad como objeto unitario e inteligible que funda sus procesos parciales es una imposibilidad. “Pero esta imposibilidad de fijar sentido va siempre acompañada de otra dimensión, ya que lo social, no es tan solo el infinito juego de las diferencias, es también, el intento de limitar este juego, de domesticar la infinitud, de abarcarla dentro de la finitud de un orden” (Castoriadis, 2007). Desde esta perspectiva, este orden –o estructura– ya no presenta la forma de una esencia subyacente de lo social; es, por el contrario, el intento de actuar sobre lo social, de hegemonizarlo.

O sea, “existe una distinción ontológica constitutiva entre lo social y lo político pero la frontera entre lo que en una sociedad es social y lo que es político se desplaza constantemente. Desde este punto de vista, es que una dimensión de opacidad será siempre inherente a las relaciones sociales y, por lo mismo la posibilidad de una sociedad reconciliada es un mito. La sociedad reconciliada es imposible porque el poder es condición de posibilidad de lo social. Transformar lo social significa por ello construir un nuevo poder -no la eliminación del poder. Desde esta perspectiva, transformar lo social, incluso en el más radical y democrático de los proyectos, significa, por lo tanto, construir otro poder” (Laclau, 1993).

A partir de esta concepción de la sociedad y de la vinculación de lo político y lo social, es que se piensa la posibilidad y los límites de la autonomía.

Este pensamiento nos lleva a considerar las posibilidades que tenemos desde el Trabajo Social, de contribuir a forjar sujetos autónomos en una sociedad heterónoma. Cualquiera sea la respuesta a este interrogante, resulta innegable que su resolución coloca en el centro de la escena a la dimensión política del trabajo social.

Las posibilidades de intervención hoy precisan, sin duda, de nuevas formas y figuras de lo pensable que nos permitan una mejor lectura de la realidad situada para el desarrollo de estrategias que faciliten nuestras intervenciones.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Agamben, G. (1998). Homo Sacer y Lo que queda de Auschwitz. Editorial Pre-textos.

Auyero, J. (2016). La lógica práctica del dominio clientelista. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, LXI(226), 221-246, Universidad Nacional Autónoma de México, Distrito Federal, México.

Castoriadis, C. (1997). El Avance de la Insignificancia. Buenos Aires, Argentina: Editorial Eudeba.

Castoriadis, C. (2007). La Institución Imaginaria de la Sociedad. Buenos Aires, Argentina: Tusquets.

Cazzaniga S. (2007). Hilos y Nudos. Buenos Aires, Argentina: Espacio.

Follari, R. (1997). Posmodernidad, crisis y recomposición política. Seminario de Epistemología, Facultad de Ciencias de la Educación, UNER. Paraná.

García, R. (1994). Interdisciplinariedad y sistemas complejos. En: E. Leff Zimermann (1994). Ciencias sociales y formación ambiental. Barcelona, España: Gedisa.

García, R. (2006). Sistemas globales complejos. Barcelona, España: Gedisa.

Laclau, E. (1993). Nuevas Reflexiones para la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Argentina: Nueva Visión.

Lewkowicz, I. (2004). Pensar sin Estado. Buenos Aires, Argentina: Paidós.

Malacalza, S. (2008). La modernidad: ¿un proyecto inacabado? II Foro Latinoamericano. Escenarios de la vida social, el Trabajo Social y las Ciencias Sociales en el siglo XXI. Facultad de Trabajo Social, Universidad Nacional de La Plata, Argentina. En Edición. Buenos Aires, Argentina: Editorial Espacio.

Vasconcelos, E. (2000). Estado y Políticas Sociales en el capitalismo: un abordaje marxista en la Política Social hoy. Pág. 74. São Paulo, Brasil: Cortez.

 

 

 

 

 

  1. Se toma aquí la noción de campo recuperada de Pierre Bourdieu por Javier Auyero (2000) en La cultura que viene: “Conjunto de relaciones históricas y objetivas entre posiciones ancladas en distintos tipos de capital, entendiendo capital, como trabajo acumulado en su forma materializada o incorporada, corporizada que, cuando es apropiada sobre una base privada, esto es, una base exclusiva, por agentes o grupos de agentes, los habilita para apropiarse de la energía social en la forma de trabajo reificado o viviente”.
  2. Avance de la Insignificancia, concepto usado por Cornelius Castoriadis para dar cuenta de la fuerte tendencia en la sociedad actual de retroceso de los proyectos colectivos hacia el futuro y de su sentido vital.
  3. Lewkowicz, Ignacio: “[…] hay situaciones en las que uno no responde frente a un estímulo. Ahí uno está descolocado: cuando no tiene con que responder y tiene que hacerse, constituirse, a partir de eso que se presenta. En el momento de perplejidad, no tenemos en nosotros el sitio en que albergar ese estímulo a través del cual se nos presenta el mundo. No se puede responder, sino que se trata de configurarse. Se responde con institución; se configura con organización”.