Artículo Cuaderno de Trabajo Social, n.º 16, 2021

La improbabilidad de la transformación social efectiva: una reflexión en torno a los déficits de política pública en Chile

Autor(es)

Antonieta Urquieta, Julio Roberto Labraña Vargas, Sofía Adela Salinas Fuentealba

Secciones

Sobre los autores

RESUMEN

El presente ensayo ofrece una reflexión en torno a los principales déficits asociados con el diseño e implementación de políticas públicas en Chile. En particular se identifican tres déficits en dicho nivel que atraviesan las políticas públicas en general: déficit de observación, caracterizado por la tendencia a omitir la consideración de los contextos territoriales donde se implementan sus acciones; déficit de coordinación, expresado por la multiplicación desarticulada de mecanismos de intervención en un mismo sujeto y/o territorio y; finalmente, déficit de complejidad de la oferta, debido a la incapacidad de generar instancias acordes con la complejidad de los fenómenos abordados. Estos déficits son a continuación ilustrados mediante la presentación de algunas evidencias de política pública en Chile. A partir de este análisis se plantean reflexiones para el Trabajo Social, discutiendo la importancia de posicionarse críticamente respecto de estos déficits y abordarlos elevando la reflexividad de la política pública.

ABSTRACT

This essay offers a reflection on the main deficits associated with the design and implementation of public policies in Chile. In particular, it identifies three deficits at this level that are present in public policies in general: observation deficit, characterized by the tendency to omit consideration of the territorial contexts in which their actions are implemented; coordination deficit, expressed by the disjointed multiplication of intervention mechanisms in the same subject and/or territory; and, finally, supply complexity deficit, due to the inability to generate instances in accordance with the complexity of the phenomena addressed. These deficits are then illustrated by presenting some evidence of public policy in Chile. Based on this analysis, reflections for Social Work are put forward, discussing the importance of taking a critical stance on these deficits and addressing them by raising the reflexivity of public policy.

 

INTRODUCCIÓN

La política pública persigue en general diferentes objetivos, buscando servir de punto de transformación social de acuerdo con valores como la garantía de derechos, la equiparación de oportunidades, la superación de la pobreza, la interrupción del daño, el fomento de la participación o la reducción de las desigualdades. Desde la perspectiva del Trabajo Social resulta difícil no adherir a estos fines, especialmente cuando se considera la evidente adhesión de la disciplina a los postulados de la justicia social.

A pesar de lo anterior, la implementación de la política pública con frecuencia no solo no es efectiva a la hora de producir las trasformaciones sociales que la orientan –no interrumpe el daño, no supera la pobreza, no equipara oportunidades, etc.–, sino que finaliza agudizando los fenómenos de exclusión social mediante la implementación de un tipo de accionar caracterizado por una serie de déficits referidos a los límites de la observación contextual; los bajos niveles de coordinación y la baja complejidad de las soluciones ofrecidas por la política pública.

La baja efectividad de la política pública chilena ha sido en esta dirección ampliamente documentada (Dipres, 2020; Matus et al., 2019). A modo de ilustración, podemos señalar que según los reportes que emite anualmente la Dirección de Presupuesto (Dipres), de 19 programas sociales evaluados en el año 2020, 11 (57,9%) fueron calificados en el nivel de bajo o mal desempeño. En este mismo reporte no se consignaron programas de alto logro.

Estas evidencias nos interpelan a una reflexión crítica que apunte a reconocer y discutir los límites que la política pública tiene, tanto en su diseño como en su implementación, y que conspiran contra las posibilidades de alcanzar los fines de justicia social que la orientan. En este artículo ahondamos en esta idea, identificando tres déficits de la política pública nacional: déficit de observación, déficit de coordinación y déficit de oferta. Posicionándonos desde la teoría de sistemas sociales complejos y su epistemología constructivista (Luhmann, 2012), examinamos el sentido de cada uno de estos déficits e ilustramos sus expresiones en el contexto nacional a partir del análisis de dos políticas públicas tan disímiles entre sí como la política pública de superación de la pobreza y la política pública de interdisciplina. El artículo finaliza con una breve reflexión sobre el sentido del Trabajo Social en relación con estos déficits.

 

LOS DÉFICITS DE LA POLÍTICA PÚBLICA: OBSERVACIÓN, COORDINACIÓN Y OFERTA

Como adelantamos, desde el punto de vista de las teorías de la complejidad y, en particular, la teoría de sistemas sociales complejos y su epistemología constructivista (Luhmann, 2007), tres déficits de la política pública adquieren especial importancia. En primer lugar, las políticas públicas suelen aquí enfrentar un déficit de observación, referido este a la omisión de la dimensión contextual que permite comprender los fenómenos sociales, interpretándolos en cambio restrictivamente desde claves individualistas centradas en el sujeto y en sus capacidades de agencia y méritos como los principales mecanismos de resolución de conflictos (Baecker, 2014). Como resultado, se generan políticas que desconocen o conceden una posición marginal a la influencia de los contextos, interpretándolos bajo lógicas universalistas que, si bien pueden resultar relevantes para tratar otros grupos sociales, en temáticas distintas y bajo tiempos diferentes, no necesariamente atienden a las particularidades de los espacios específicos a intervenir. En este sentido, los contextos no deben ser entendidos simplemente como la oportunidad de aplicar una receta universal, sino que, en su análisis, debe partirse de la premisa que conforman entramados normativos, organizacionales, presupuestarios y territoriales complejos que delinean condiciones de borde altamente contingentes para las posibilidades efectivas de éxito al momento de la implementación de las políticas públicas.

El examinado déficit de observación contextual se traduce en el caso normal en una intervención de políticas públicas no situada; esto es una suerte de estrategia flotante, desprovista de consideraciones que permitan interpretar esos límites y moverlos con fines de transformación. En un escenario como el descrito no debe sorprender que las resultantes políticas públicas carentes de contextualización sean marcadamente ineficaces, por cuanto reducen su comprensión y su accionar a las dimensiones estrictamente asociadas con los enfoques probados en contextos diferentes, evaluando, por tanto, la implementación dentro de esos mismos límites. Esta falta de consideración contextual deslocaliza, entonces, la intervención y la desviste de pertinencia.

Si se considera lo anterior, no debe sorprender que los efectos de las intervenciones desde la política social chilena hayan sido disímiles (Mindes, 2017; PNUD, 2017). En efecto, cuando la política social opera a partir de déficits como el señalado, tiende omitir la perspectiva territorial de los problemas y demandas sociales, prestando escasa atención a la localización de los sujetos a los que se dirige. Como resultado, se pasa por alto que los sujetos de la intervención se ubican y concentran residencialmente en zonas de rezago caracterizadas por precariedad, inseguridad y una frágil geografía de oportunidades, conformando territorios de diversa escala especialmente reactivos al accionar de políticas diseñadas bajo presupuestos de aplicabilidad universal sin pertinencia frente a sus vivencias (Bebbington et al., 2013).

Este déficit de observación ha sido subrayado desde el enfoque de complejidad territorial en el análisis de la política pública, enfatizando la necesidad de avanzar en aproximaciones contextuales que reconozcan las implicancias de la localización en la configuración de férreas cadenas de exclusión y segregación (Ossandon, 2020; Urquieta, 2019; Cadenas, 2016; Ruiz Tagle, 2016; Brighenti, 2010; Kaufmann, Berman y Joye, 2004; Lamont y Molnár, 2002). Dicho enfoque se caracteriza por reconocer la complejidad del territorio, en tanto objeto que no puede ser apropiado ni observado monodisciplinarmente sin con ello caer en esquematismos o visiones parciales con ansias de integralidad (Ther, 2006), conformados además espacios cuyos límites y multiescalaridad requieren de aproximaciones que superen su comprensión estrictamente física (De la Puente et al., 1992), y respecto de los cuales se producen comunicaciones de sentido, expectativas y disputas altamente particularizadas (Urquieta et al., 2017; Molina y Salazar, 2014).

El reconocimiento de la complejidad de los territorios permite reconocer la configuración de barrios de alta complejidad social o subincluidos (Urquieta, 2019; Cociña, 2016; Mascareño y Carvajal, 2015), los cuales se caracterizan no solo por la ya mencionada frágil y riesgosa geografía de oportunidades, sino por albergar grupos humanos altamente precarizados. Esto permite tomar en consideración que, lejos de la noción de desertificación institucional característica del hipergueto propuesta por Wacquant (2007), los barrios de alta complejidad social son frecuentemente objeto de una densa oferta de intervenciones sociales (Víquez, 2019; Labbé, 2017) que, dada su escasa coordinación y contra sus intenciones iniciales, terminan saturando los sistemas de intervención y reduciendo la probabilidad de que logren sus fines (Matus et al., 2019).

Un segundo déficit a nivel de las políticas públicas chilenas corresponde a un déficit de coordinación. Coordinación es, como se sabe, un concepto altamente polisémico. Por una parte, desde el enfoque de gerencia social, los problemas de coordinación se definen como una deficiente articulación de operaciones, recursos y estrategias (Kliksberg, 1997; Crozier, 1997; Figueroa Reyes, 2008). Enfatizando la dimensión pragmática, desde esta perspectiva se plantea que los problemas sociales pueden ser resueltos mediante la optimización de las formas de gestión de la intervención, así como a través de la creación de organismos para la coordinación, como mesas y redes territoriales (Molina y Morera, 2000; Kliksberg, 1999). Dicho enfoque ha sido especialmente predominante en el análisis de los problemas de coordinación de las políticas públicas en Chile durante las últimas décadas, traduciéndose en mecanismos programáticos que buscan precisamente reforzar el trabajo intersectorial (Alcalá Consultores Asociados Limitada, 2009; Consejo Nacional de la Infancia, 2015).

Por otro lado, el enfoque de coordinación orientado por los principios de la intersectorialidad consigna por definición la integración de diversas esferas o unidades estatales con el fin de abordar problemas sociales complejos y multicausales para, de esta manera, generar soluciones integrales a partir de la colaboración y traspaso de distintos tipos de recursos por parte de los sectores involucrados (Cunill Grau et al., 2017; Cunill Grau, 2014). El concepto de coordinación que subyace a dicha idea de intersectorialidad consiste en un mecanismo de comunicación y toma de decisiones entre esferas interventoras. Lo anterior resulta en el entendimiento de la coordinación exclusivamente como un medio para que la intersectorialidad se produzca, reduciendo con ello la complejidad implícita a este tipo de intervenciones. No obstante los avances que este enfoque representa en perspectivas de intersectorialidad, existe una abundante literatura empírica (Kaufmann, 2009; Koch y Labraña, 2021; Henman, 2016), que demuestra que traducir la coordinación en indicadores triviales que deben ser verificados y cumplidos por un conjunto de actores, limita el análisis y evaluación de la eficiencia de las formas de comunicación establecidas y los resultados de la toma de decisiones colaborativas sobre cómo abordar los problemas sociales desde la política pública, restringiendo lo importante a aquello medible.

A diferencia de los enfoques de gerencia social e intersectorialidad, la tradición sistémica propone una noción diferente del concepto de coordinación, desde el cual se ha contribuido recientemente al análisis de los procesos de configuración de las políticas públicas (Willke, 2007; Mascareño, 2010; Kjaer, 2014), así como a la evaluación de los procesos a partir de los cuales estas operan (Zeitlin et al., 2005; Vega, 2006; Atkinson, 2009; Ziccardi 2008; Matus, 2012). Desde esta perspectiva la coordinación social es entendida, antes que nada, como una estrategia vertical y horizontal de vinculación entre esferas especializadas de conocimiento que operan con lógicas reflexivas independientes (Willke, 2006). De esta manera, se reconoce el carácter interdependiente de estas esferas y, con ello, la posibilidad de que se influyan y afecten entre sí desde sus propias lógicas reflexivas (Willke, 1993, 2006). Esto permite comprender que el principal propósito de la coordinación social desde esta perspectiva consiste en vincular conocimientos especializados que inicialmente se encuentran fragmentados en diversas áreas de experticia, buscando de esta manera ajustar la idea de la intervención a la complejidad heterárquica bajo la que opera la sociedad moderna (Azócar, 2015; Salinas, Urquieta y Labraña, 2021).

En el marco de las políticas sociales formuladas desde esta perspectiva, la coordinación de sistemas de intervención busca favorecer que estos sean capaces de integrar en su operar información de sus entornos. La intervención se entiende entonces como una orientación que permite a los sistemas seleccionar comunicaciones de sus entornos y procesarlas, procurando a partir de ello generar resonancias que permitan provocar transformaciones en los contextos que procura intervenir (Mascareño, 2011). En tal sentido, una intervención de orientación contextual implica la capacidad de generar información relevante para la especificidad de los sistemas intervenidos. A partir de esta oferta comunicativa, los sistemas intervenidos pueden seleccionar las comunicaciones de los sistemas interventores e incorporar transformaciones en sus lógicas operativas o no generarlas, si se considera la contingencia de toda selección. Como resume Madrigal (2010), resulta esencial en este sentido que la intervención social aparezca como una oferta deseable por el sistema intervenido para que este la seleccione como posibilidad de acción. La coordinación entre sistemas interventores implica, por lo tanto, integrar y organizar los intereses, expectativas y procedimientos de distintos actores, partiendo de la base del reconocimiento de la complejidad de los sistemas intervenidos y, sobre estas bases, diseñar una política pertinente (Scharpf, 1999; Mayntz, 2010; Willemse y van Ameln, 2018; Hosemann, 2018).

El conjunto de actores involucrados en procesos de intervención asociados al despliegue de políticas sociales puede ser tanto público como privado, no obstante el Estado y sus órganos asociados ocupan necesariamente un rol de mayor centralidad en tanto conductor de tales procesos (Börzel y Risse, 2010; Mayntz, 2005). Debe considerarse, sin embargo, que la diferenciación y especialización de los sistemas impide que el Estado ejerza control total en este proceso de toma de decisiones. En tal sentido, este órgano adquiere una nueva función: velar por la coordinación de las intervenciones, favoreciendo el acoplamiento entre los sistemas que intervienen, pero también con los sistemas que se busca intervenir, abandonando la determinación de lineamientos prescriptivos u orientados al control propios de los enfoques de gerencia social o el foco en la generación de indicadores propio de la intersectorialidad (Madrigal, 2010).

Desde la perspectiva sistémica, cuando el Estado insiste en operar bajo una lógica de control, o bien cuando la vinculación entre los sistemas interventores es limitada, la complejidad de los contextos sobre los cuales se interviene resulta poco transparente, lo que se traduce en lo que se ha denominado en la literatura sistémica como déficit de coordinación (Azócar, 2015; Wilke, 2014; Kaufmann, 2002; Fuchs, 1999). En el caso chileno este déficit se puede observar por particular intensidad en la brecha de coordinación existente entre los diseñadores y los ejecutores de la política pública, como es el caso cuando coexisten intervenciones desarticuladas entre sí sobre un mismo territorio y/o sobre categorías de sujetos excluidos, las que en su operar terminan reproduciendo precisamente aquellas exclusiones que procuran superar (Matus, 2012; Ruiz, 2013).

Paradojalmente, entonces, el déficit de coordinación entre una densa oferta pública y privada provoca la saturación de los procesos e intervenciones que operan sobre un territorio, resultando en el solapamiento de funciones y tareas, conflictos de interés y alta competitividad entre los actores interventores, obstaculizando la adecuada consecución de sus propósitos (Fixari y Pallez, 2016). Evidencia de este déficit de coordinación y saturación de la intervención puede encontrarse en distintos autores a nivel internacional (Head y Alford, 2015; Huster, 2018; Eppler y Maurer, 2019) y, en el contexto nacional, al momento en que los municipios se ven enfrentados a diferentes niveles de complejidad en sus territorios, lo cual les demanda capacidades diferenciadas de gestión con las que no siempre cuentan ni la política pública contribuye a implementar (Matus, 2007, 2015; Víquez 2019).

Finalmente, las políticas públicas pueden adolecer de un tercer déficit, el déficit de complejidad de la oferta. En este sentido, si se sigue la definición de Matus (2007), una intervención de calidad es aquella que es capaz de reconocer la complejidad del fenómeno que aborda y que, por lo tanto, una política pública no puede ser efectiva si su oferta es de una complejidad menor a la del fenómeno que espera transformar.

Considerado lo anterior, las políticas públicas a nivel nacional han tendido hacia una oferta de baja complejidad caracterizada entre otros atributos por una estandarización de los instrumentos en formato de patrones inadecuados ante la complejidad de los contextos de intervención; y una precarización de sus condiciones materiales, lo que suele resultar en estrategias de intervención de baja especialización, liderados por equipos sobre exigidos por la magnitud y gravedad de las problemáticas que enfrentan.

Una vez descritos los problemas transversales de política pública –déficit de observación, déficit de coordinación y déficit de complejidad de la oferta– es posible ahora ejemplificar sus efectos en Chile en dos espacios de análisis aparentemente disímiles pero que presentan problemas comunes en términos de su implementación y demuestran la extensión de estos déficits: el Programa Familias para combatir la pobreza y la política científica de interdisciplina.

El Programa Familias forma parte del Sistema Intersectorial de Protección Social, que dirige el Ministerio de Desarrollo Social y Familia y tiene por objetivo prestar apoyo integral a personas y familias, con el objetivo de que fortalezcan sus capacidades y mejoren sus condiciones de bienestar en ámbitos como salud, educación, trabajo, ingresos y vivienda y entorno (Mdsyf, 2020). En su implementación el Programa Familias se traduce en un acompañamiento personalizado a las familias usuarias durante 24 meses a partir de un sistema de visitas domiciliarias ejecutadas al nivel local desde los municipios, proceso que se complementa con el establecimiento de cupos prioritarios en una red público/privada de programas y servicios sociales, a la vez que extiende un set de transferencias monetarias condicionadas en los casos que corresponda (Mdsyf, 2020).

En este caso, el déficit de observación contextual se expresa en la falta de consideración de las condiciones territoriales en que las familias usuarias viven y en las cuales el programa se implementa, desatendiendo por ejemplo las dificultades de acceso y movilidad que las zonas rurales implican para la realización de visitas domiciliarias. Como declaran sus profesionales, en el estudio de Fuentes (2020), “las metodologías no se ajustan mucho a la realidad más rural, siempre están más pensadas en la ciudad, lamentablemente, lo que hace que nosotros tengamos que hacer un trabajo extra de adecuar para poder cumplir con lo que nos piden”. De la misma manera, las dificultades de coordinación se expresan en este programa en las dificultades a la hora de materializar, por ejemplo, la derivación prioritaria de casos en el marco de la red de protección social. Si bien se ha avanzado en este sentido en la conformación de espacios de trabajo en red con asiento local, estas no resultan suficientes para contener situaciones de mayor complejidad que superan los recursos escasamente disponibles en sus precarios entramados. Estos bajos niveles de pertinencia contextual y de coordinación redundan en una oferta de complejidad inferior al que presenta el fenómeno que aborda, como son las persistentes condiciones de pobreza que afectan intergeneracionalmente a sus familias usuarias. El balance de efectividad en este sentido es negativo pues, en palabras de sus propios ejecutores “las familias egresan sólo por el hecho de cumplir la ruta de acompañamiento integral, o sea puede que una familia no cumpla con el objetivo del programa, pero una vez que pasa por los 24 meses de acompañamiento, egresa del programa en su conjunto” (citado en Fuentes, 2020).

Problemas similares pueden identificarse en el caso de una política pública en un área tan diferente, como aquella destinada a promover el desarrollo de la interdisciplina en las universidades. Si bien la interdisciplina ha adquirido una creciente relevancia en el debate de política científica en Chile, posicionándose como uno de los principales objetivos de la reforma del sector, su implementación expresa los déficits antes examinados.

Primero, existe un déficit de observación, expresado en la falta de reconocimiento de las políticas en el área a la diversidad de grados de desarrollo de las universidades del país, con mayores y menores fortalezas en términos de docencia e investigación y distintas modalidades de vinculación con las necesidades de sus territorios y, por ende, formas de comprender la interdisciplinariedad (Rodríguez-Ponce, 2009; Ortiz, 2018). Luego, es posible identificar un déficit de coordinación, producto de la existencia de instrumentos de financiamiento de la investigación cuyas formas de evaluación muchas veces van en dirección opuesta, resultando en la expectativa de desarrollo de la interdisciplina asociado a métodos de medición de la producción académica profundamente disciplinares (Koch y Labraña, 2020). Por último, se presenta igualmente un déficit de complejidad de la oferta que, al momento de impulsar la interdisciplina no considera los obstáculos organizacionales, culturales y, no menos importante, de lógicas disciplinares que dificultan avanzar en esta dirección con intervenciones centradas en nuevos recursos (Siedlock y Hibbert, 2014).

 

CONCLUSIONES

Análisis similares a estos dos ejemplos podrían seguramente multiplicarse al examinar la política pública chilena. A modo de conclusión, sin embargo, vale destacar que los efectos perjudiciales de los déficits de las políticas públicas aquí explorados tienen impactos en nombres propios. El estudio de trayectoria realizado por Matus, Faez, Fuentes, León y Vega (2018) sobre el caso de Lisette Villa, la niña cuyo asesinato en dependencias del Centros de Reparación Especializada de Administración Directa Galvarino, puso de golpe en evidencia la crisis de los sistemas de protección de infancia en Chile, mostrando evidencias aún más claras de los déficits expuestos. En primer lugar, los impactos nocivos del déficit de observación contextual, en tanto Lisette provenía de Til Til, comuna periurbana de la Región Metropolitana, con tasas de pobreza y hacinamiento crítico por sobre las medias regionales y nacionales y objeto de intervención de iniciativas gubernamentales que no fueron capaces de considerar estas particularidades. A continuación, déficit de coordinación, expresado en el hecho de que Lisette fue originalmente institucionalizada a los 5 años de edad y en 6 años fue trasladada de centros y programas en 8 ocasiones, siendo objeto de intervenciones en modalidades residenciales y ambulatorias no solo desde los sistemas de protección sino de otros nodos sectoriales, como programas de salud y educación, sin una adecuada articulación entre sí. Finalmente, déficit de complejidad de la oferta, pues una vez ya ocurrido el deceso de Lisette se identificó que las personas responsables de su cuidado directo no tenían de hecho ninguna preparación especializada para trabajar con casos de alta complejidad, y que las medidas de contención física que finalmente ocasionaron su muerte habrían sido aplicadas al menos 141 veces antes sin atención a sus necesidades.

El caso de Lissette muestra entonces, una vez más, la importancia del diseño e implementación de políticas públicas informadas por la reflexión del Trabajo Social. Como hemos examinado aquí, una política pública ciega a sus propios déficits es incapaz de enfrentarlos e inadecuada para producir las transformaciones sociales que se ha propuesto, pudiendo incluso llegar a empeorar la situación de los sujetos cuyas vidas aspira a mejorar. Esperamos que la identificación de los déficits recurrentes de la política pública, tanto en el plano de la observación, la coordinación y la complejidad de la oferta, puedan servir, por un lado, para incrementar la reflexividad de las políticas públicas, aspecto especialmente relevante en condiciones de crisis (Labraña et al., 2020; Salinas, Urquieta y Labraña, 2021) y, por otro, como un insumo para responder a la elevada responsabilidad que posee el Trabajo Social en tanto disciplina y profesión.

 

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